El autor de este artículo, Ignacio Guerra Núñez nos introduce en el mundo de la cerámica de Fernando Garcés, ceramista de larga trayectoria fascinado por la magia de la porcelana, como se pudo ver, meses atrás, en la exposición realizada en la Associació Ceramistes de Catalunya, en Barcelona
Blanco – Dorado – Blanco
Texto: Ignacio Guerra Núñez
Fotos: Andrea Tenorio Garrido
Unos nueve mil kilómetros separan España de la República Popular China, donde se encuentra Jingdezhen, la ciudad de la porcelana, de la verdadera porcelana. Sus yacimientos de caolín, los mejores de China, evocan tradición, misterio y aventura. Pero también desazón y desasosiego en las cortes europeas del siglo XVIII por averiguar la fórmula de aquel material, de una blancura, translucidez, impermeabilidad y sonoridad inigualables. Ni reyes, ni papas, ni físicos y mucho menos alquimistas, podían imaginar que el secreto se encontraba en aquella población, cuyos habitantes no hacían otra cosa que elaborar los objetos de porcelana más delicados y bellos del mundo.
De Jingdezhen procede, precisamente, la porcelana que Fernando Garcés ha utilizado para elaborar algunas de las composiciones presentes en esta muestra. Se trata de un viaje al pasado con intención de llegar al presente a través de objetos conocidos, tales como jarrones, botellas, vasos y platos anchos y hondos, entre otros; sin embargo, lo verdaderamente importante no son las formas, que entroncan magníficamente con la mejor tradición bodegonista española, aquella que se extiende desde el siglo XVII hasta nuestros días, sino la armonía que surge entre ellas. Una armonía acentuada, de alguna manera, por la luz que detiene incluso el silencio que las rodea y proyecta sus contornos, carentes de ampulosidad, en el plano, en el espacio y en el tiempo.
Un viaje al pasado con intención de llegar al presente a través de objetos conocidos
Unos nueve mil kilómetros separan la República Popular China de España. Fue precisamente aquí, en el sur de la península ibérica, más concretamente en el reino nazarí de Granada y en el siglo XIII, donde la loza dorada o de reflejos metálicos empezaba a causar asombro por la audacia de sus formas y su fastuosa decoración. Y con la misma dedicación y empeño los ceramistas valencianos y aragoneses continuaron ejercitando la técnica heredada de los árabes a lo largo de los siglos XIV y XV.
Fernando Garcés rescata de aquella cerámica levantina no tanto las formas, que las reduce considerablemente, como la decoración. O mejor dicho, el efecto del dorado condensado en el interior de las piezas, lo que confiere a cada una de ellas el aspecto de un objeto ornamental o ritual, en cualquier caso sagrado. Una sola forma, el círculo, y un solo color, el dorado, agrupan y diluyen a la vez los motivos geométricos, vegetales y epigráficos que tanta fama dieron a las piezas árabes o mudéjares. Y todo ello con una capacidad de síntesis verdaderamente admirable.
Unos nueve mil kilómetros separan ambas miradas, ambos países, ambas culturas, ambas maneras de entender la cerámica y, por consiguiente, el arte; un arte difícil que abarca, además, el control exhaustivo de la técnica y la emoción contenida delante de las piezas recién salidas del horno.
Más sobre Fernando Garcés: www.fgarces.es
Infocerámica agradece a Fernando Garcés, Ignacio Guerra Núñez y Andrea Tenorio Garrido la ayuda prestada para la realización de este artículo
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