Comenzamos esta colaboración con la galería Goldmark, de Reino Unido, con la traducción y publicación de artículos cuyos originales pueden leerse en su página web. En primer lugar hemos escogido la extraordinaria trayectoria de uno de los grandes de la cerámica norteamericana: Warren MacKenzie
Perfil | Warren MacKenzie: un confeso hombre de barro
Warren MacKenzie siempre estuvo más cómodo al torno. “Hacer las piezas es la parte que más me gusta. Michael Cardew dijo: “hay personas de esmalte, hay personas de fuego, y hay personas que son más de barro”, y supongo que yo soy una persona de barro, porque haciendo piezas, manipulando el barro de diferentes formas es como más disfruto.” Inseparable de su estudio, a los 94 años todavía se le puede encontrar accionando el pedal de su torno de pie, torneando sus piezas, libres y llenas vida, que le han hecho uno de los más famosos ceramistas norteamericanos.
Durante más de treinta años fue un amable profesor en la Universidad de Minnesota, en Minneapolis, cuya enseñanza tuvo un impacto transformador en el crecimiento de las artesanías en el medio oeste, además de ser responsable de la peregrinación de los jóvenes ceramistas a lo que ahora se conoce, con mucho encanto, como “Mingei-sota”. Continúa siendo uno de los últimos vínculos vivos con Bernard Leach, el ceramista británico y escritor que propició una revolución a principios de los años cuarenta y apadrinó a una generación de “ceramistas de estudio”. Durante algo más de dos años, MacKenzie y su esposa Alix, recien acabados sus estudios universitarios, probaron un nuevo oficio en el taller de cerámica de Leach en St Ives, y fue a él a quien debieron su primera educación en cerámica.
Al igual que Leach, ambos habían comenzado su labor creativa como pintores antes de llegar, por una azarosa ruta, a la cerámica. “Por la puerta de atrás, se podría decir.” Se conocieron en el Instituto de Arte de Chicago, donde MacKenzie se había inscrito en 1942 en un curso de artes plásticas. Un año después fue reclutado; Después de tres años en el ejército, donde se pusieron en práctica sus habilidades gráficas para diseñar carteles de entrenamiento para el ensamblaje seguro de armas, regresó a Chicago, para descubrir que el curso de pintura estaba lleno de soldados retornados de la guerra. El de cerámica era uno de los pocos cursos con plazas; y así comenzó, casi por accidente, una vida dedicada al barro.
El curso por aquel entonces era lamentablemente inadecuado: la enseñanza que recibieron fue escasa, de un tutor incapaz de tornear. Pero en 1940 se había publicado el libro The Potter’s Book, de Bernard Leach. Desde las todavía calientes brasas de la guerra, despertó rápidamente un aprecio por la artesanía: en un momento de cruel industrialización, Leach reivindicó, no solo el arte, sino también la necesaria humanidad de la cerámica tradicional hecha a mano. Tuvo un éxito nacional, que pronto se abrió paso en Estados Unidos y, por suerte, le fue revelado a MacKenzie por un compañero de clase.
El libro de Leach, con su fuerte contenido técnico y filosófico, fue una revelación: “Todos nos apresuramos a comprar el libro, en el que Leach hablaba sobre cómo estableció su taller en Inglaterra, su formación en Japón y la forma en que se puede manejar un taller de alfarería. Dijo cosas como: “Cualquier persona debería poder hacer 50 vasijas fácilmente en un día”, y “Cualquier persona debería poder levantar un cilindro de 15 pulgadas de alto”. Y bueno, nosotros no podíamos hacer nada de eso. Y así, en días alternos, cuando el instructor no estaba allí, nos colábamos en el estudio de cerámica e intentabamos hacer lo que Leach dijo que deberíamos poder hacer. No hace falta decir que no tuvimos mucho éxito, y además enojamos al instructor porque había cientos de piezas muy malas por todo el estudio”.
Al graduarse conjuntamente en 1948, MacKenzie y su esposa se enfrentaron con la perspectiva de establecer su propia alfarería. Como guía, buscaron al único alfarero de quien habían aprendido todo lo que sabían: “Habíamos decidido que necesitábamos más formación, y ciertamente fue a Leach a quien recurrimos”. Así que fuimos a Inglaterra aquel verano y llevamos algunos ejemplos de nuestro trabajo, se los mostramos a Bernard Leach y le contamos lo que intentábamos hacer. Y, por supuesto, echó un vistazo a nuestro trabajo y dijo, rápidamente: “Lo siento, estamos llenos”, y esta era su forma de decir cortésmente, vosotros no dais el nivel”.
Sus habitaciones en St Ives estaban reservadas por dos semanas; no queriendo regresar con las manos vacías, MacKenzie solicitó que les dejaran pasar el tiempo rondando por la alfarería, observando el funcionamiento cotidiano del taller y aprendiendo lo que pudieran. Leach aceptó alegremente, y al final de su visita los invitó a que se unieran a él para pasar la noche atendiendo el horno. Se encontraron con él después de la medianoche, y hablaron durante horas. Por la mañana, Leach había cambiado de opinión, invitándolos a regresar un año más tarde para ser aprendices a tiempo completo.
Su tiempo en St Ives iba a ser formativo. Bajo la atenta mirada de Bill Marshall, obtuvieron los conocimientos técnicos que les faltaban, pero tornear piezas de acuerdo con el catálogo de la alfarería era una tarea monótona. Las formas se torneaban por lotes, según las listas diarias o semanales “(una práctica que MacKenzie todavía usa hoy en día): tazas, platos, cazuelas, todos hechos con el tamaño, peso y proporción exactos. De las primeras 600 tazas que MacKenzie torneó, solo las últimas cincuenta fueron aceptadas por Marshall, un tristemente célebre tornero, como “el estándar más bajo posible”: “Aprendimos a controlar la arcilla, a ponerla donde quieres y no donde ella quiere ir. Y eso fue valioso”.
Quizás lo más importante es que vivir con Leach les brindó una idea clara de sus motivaciones, y la amistad con el famoso ceramista japonés Shoji Hamada que había dado forma a su pensamiento: “Tenía una fantástica colección de cerámicas antiguas inglesas, japonesas, chinas y coreanas, también alemanas, así como obras británicas contemporáneas. Tuvimos acceso a esta colección y también fue allí donde realmente entramos en contacto con el trabajo de Hamada”.
A través de su relación con el crítico y filósofo Soetsu Yanagi, Hamada y Leach habían sido dos de los primeros defensores del movimiento “Mingei”: una defensa del “arte popular”, de la artesanía popular, y un aprecio de las virtudes de lo simple, de lo producido anónimamente, lo funcional y los objetos utilitarios. Para cuando MacKenzie conoció a Leach, tanto él como Hamada habían superado el Mingei y se habían convertido en artesanos famosos por derecho propio. Aunque aparentemente vivían el credo de Yanagi (esto se ve reflejado en la cerámica funcional producida en su alfarería de Leach y y en las anonimas piezas de hamada, que nunjca firmaba), ambos percibían los límites de lo que Sebastian Blackie ha denominado el “callejón sin salida” creativo del movimiento Mingei.
Al observar sus obras, MacKenzie pronto se dio cuenta de las diferencias entre los dos ceramistas. Leach, el dibujante, teórico, autor y organizador; Hamada, el tornero infinitamente más dotado que rara vez dibuja y rara vez explica. Aunque fue la filosofía y la tutela de Leach lo que los había puesto en su camino, fue en Hamada que vieron el futuro de sus propias cerámicas: “Alix y yo vimos el peligro de planificar cosas en papel para después simplemente realizarlas. Con Hamada hubo una sensación mucho más directa de que la pieza se desarrolla en el propio proceso de fabricación en el torno; eso era lo que queríamos hacer con nuestro trabajo”.
Al dejar Inglaterra y regresar a Estados Unidos para establecer su propio estudio, se llevaron el estilo y la filosofía Mingei. Podría decirse que con mayor dedicación incluso que Leach o Hamada a la recomendación de estos acerca de que el trabajo sea asequible para muchos. Al organizar la primera exposición transatlántica de Hamada, MacKenzie se encargó de ponerle precio a las piezas de Hamada: “Él me describiría la obra, yo lo pensaría y diría: Bueno, si yo hiciera esto, costaría tanto”, pero claro, él es un famoso ceramista de Japón y, por lo tanto, lo multiplicaría por cinco o siete y diría: Bueno, ¿estas de acuerdo en $11, por ejemlo? (debo decir que Hamada jamás hizo la más mínima mueca”).
Al igual que le ocurrió a Hamada, la obra de MacKenzie estaba influida por la alfarería popular: “Ambos llegamos a una conclusión individual, pero también colectivamente, de que las cerámmicas que realmente nos interesaban eran las que las personas habían usado en su vida cotidiana: ya fuera en la antigua Grecia, África, Europa o cualquier otro sitio, las cerámicas que las personas habían usado en sus hogares eran las que nos entusiasmaban”.
Básicamente, lo que ha mantenido el taller de MacKenzie funcionando durante más de cincuenta años fue la idea de que el trabajo fuera económico y de uso diario. Con este fin, logró un ritmo de trabajo extraordinariamente productivo: 600 piezas o más por cocción, con 12 cocciones al año. Todo el trabajo fue realizado al torno por la rapidez, la construcción con planchas o moldes eran poco eficientes. “Quería que mis cerámicas fueran lo más baratas posible para que las personas puedan comprarlas en cantidad. La arcilla no es cara. Los materiales de los esmaltes no son caros si calculas lo poco que utilizas en cada pieza. Tu único gasto real es tu tiempo. Y así, si puedes controlar tu tiempo, puedes vender una pieza por no demasiado dinero”.
Sin lugar a dudas, MacKenzie estaba subestimando su talento. Las suyas no eran piezas que se pudieran producir apresuradamente en una línea de producción: más bien al contrario. Aunque MacKenzie torneaba con listas de tareas (10 yunomi, 5 platos, 15 jarras) cada pieza surgía con sutiles variaciones derivadas de la repetición. En ocasiones se dejaba llevar por el animo y abandonaba la lista; quedaba poco del estricto ordenamiento de los días de Leach, ni de las prácticas intensamente enfocadas de los alfareros más conscientes de sí mismos: “Algunos ceramistas tornean muy lentamente, y hacen un tipo de piezas completamente diferentes a las mías, que son bastante informales. Los coreanos tienen un enfoque artístico que admiro mucho. Trato de emular esa actitud”.
Inevitablemente, esta “naturalidad” se manifiesta en la obra. El trabajo de MacKenzie tiene una maravillosa inclinación: desequilibrio, ondulación en sus líneas, cadencias en movimiento y deliciosas curvas. En una serie de formas —frascos altos con tapa, cajas talladas y facetadas— hay una naturalidad compensada por un ingenio inventivo e incluso descarado: sus característicos cuencos de labios caídos, o por ejemplo, el “ataque al corazón”, torneado teatral que tiene que ser visto para ser creído.
Aunque llegó al barro a través de la pintura, la pincelada rara vez está presente en su obra, pueden ser anchas, amplias o con salpicaduras, pero, en todo caso, la decoración siempre se mantiene al mínimo. En el fondo seguía siendo un tornero: las pocas técnicas decorativas que empleaba a menudo se basaban en el torno, desde los patrones paleteados, o el uso de “roulettes” y las marcas que refuerzan el ritmo centrífugo y que puede verse en todas las piezas de MacKenzie.
En “The Unknown Craftsman” (1), la tesis seminal del arte popular de Soetsu Yanagi, las artesanías domésticas y artesanales eran para su filosofía (como Leach parafraseó posteriomente) como flores silvestres para la horticultura: la floración salvaje, insuperable y envidiable que vive en armonía inconsciente con el mundo natural. En el sofocante invernadero que es gran parte de la cerámica actual, Warren MacKenzie es como una flor salvaje. Él comparte con esos maestros anónimos del pasado una “normalidad”: no es monotonía o aburrimiento, ni predecible ni meramente agradable, sino una belleza veraz y sostenida que se revela solo al “ojo que mira” y pasa, inadvertida, a la mayoría no atenta.
A pesar de que está incluido en las principales colecciones de museos, esta es una cerámica que se ha hecho explícitamente para el contacto constante, el ciclo de uso-lavado-uso de lo cotidiano. Son, en verdad, cerámicas para la vida.
Estamos en deuda con Robert Silberman y su extraordinaria entrevista realizada a Warren en 2002, que proporcionó gran parte del material incluido en este artículo. Un audio y transcripción completa de la entrevista se puede encontrar aquí.
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Infocerámica agradece a Goldmark Gallery la ayuda prestada para la publicación de este artículo.